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El templo como centro y el altar

Siguiendo el razonamiento anterior, todo templo sagrado puede ser considerado como un “centro” donde en su interior se trasciende el mundo profano y también como “una «abertura» hacia lo alto y [donde se] asegura la comunicación con el mundo de los dioses”.


Cuando se traspasa el umbral de un templo consagrado se ingresa a una dimensión sacra y se deja atrás el mundo profano. Según Eliade: “El umbral, la puerta, muestran de un modo inmediato y concreto la solución de continuidad del espacio; de ahí su gran importancia religiosa, pues son a la vez símbolos y vehículos del tránsito”.


En una sociedad sacralizada, el templo es el centro sagrado de un círculo con-sagrado, mientras que en una sociedad desacralizada como la nuestra el templo es una pequeña isla en un mar de profanidad: un reducto, un oasis. En el medio del templo se suele erigir un altar que es la “piedra fundamental” de toda construcción sagrada y que

se halla en el “centro del centro”, en el lugar geométrico preciso donde se produce la ruptura de nivel y el enlace simbólico que comunica al ser humano con las realidades superiores.


En la antigüedad, el “altar” (del latín altare, de altus «elevación») estaba situado en un sitio elevado (lo cual lo relacionaba con la montaña sagrada) y muchas veces era usado para sacrificar animales o presentar ofrendas:

“Haz un altar de madera de acacia para quemar incienso. Hazlo cuadrado, de cuarenta y cinco centímetros de largo por cuarenta y cinco centímetros de ancho y noventa centímetros de alto. Sus cuernos deben formar una pieza con el altar. Recubre de oro puro su parte superior, sus cuatro costados y los cuernos, y ponle una moldura de oro alrededor. Ponle también dos anillos de oro en cada uno de sus costados, debajo de la moldura, para que pasen por ellos las varas para transportarlo. Prepara las varas de madera de acacia, y recúbrelas de oro. Pon el altar frente a la cortina que está ante el arca del pacto, es decir, ante el propiciatorio que está sobre el arca, que es donde me reuniré

contigo.


Cada mañana, cuando Aarón prepare las lámparas, quemará incienso aromático sobre el altar, y también al caer la tarde, cuando las encienda. Las generaciones futuras deberán quemar siempre incienso ante el Señor. No ofrezcas sobre ese altar ningún otro incienso, ni holocausto ni ofrenda de grano, ni derrames sobre él libación alguna. Cada año Aarón hará expiación por el pecado de las generaciones futuras. Lo hará poniendo la sangre de la ofrenda de expiación sobre los cuernos del altar. Este altar estará completamente consagrado al Señor”. (Éxodo 30:1-10)


En los zigurats y en algunas pirámides americanas el altar se situaba en lo más alto de la construcción: en la cúspide, reforzando el concepto de proximidad con el cielo y, por ende, con la divinidad. En el mundo clásico “se reservaba la palabra “altare” a un ara grande para los dioses mayores, mientras que designaba con el sustantivo “ara” el altar pequeño para divinidades menores. Cada templo poseía, por lo general, dos altares, es decir un ara para la plegaria y los perfumes situada ordinariamente dentro del templo mirando hacia Oriente inmediatamente delante de la estatua de la divinidad y un “altare” delante del mismo para la combustión de las víctimas”.


En el cristianismo, el altar es el escenario de la eucaristía o el “banquete ritual” en la que el creyente bebe el vino y come el pan para alcanzar la comunión (común unión) con el arquetipo crístico. Esta relación entre el altar y el lugar donde se celebra el banquete se evidencia en algunas denominaciones cristianas que lo llaman “mesa del

Señor”. (1 Corintios 10:21) En la masonería el ara es equiparado con el altar y de acuerdo con Mackey: “El altar masónico puede considerarse como la representación del altar de los sacrificios y del incienso; de este altar se eleva constantemente el grato olor

del incienso del amor, consuelo y verdad fraterna, mientras que sobre él quedan las pasiones y los apetitos mundanos de los Hermanos, como apropiado sacrificio al Genio de la Orden”.


Francisco Ariza relaciona este altar masónico con el “centro” y explica que “constituye el “punto geométrico” donde confluyen y concentran las energías del Cielo y de la Tierra. Es verdaderamente el corazón del templo, su espacio más sagrado e interno, a partir del cual se organiza toda su estructura, y en donde simbólicamente finaliza el recorrido horizontal (asimilado al paso por el laberinto), comenzando el ascenso vertical que conduce a los misterios más profundos de la iniciación. El altar pertenece así a la simbólica de “pasaje” o “tránsito” de una realidad a otra, en este caso de una realidad condicionada y horizontal (limitada por el tiempo y el espacio) a otra incondicionada, vertical y eterna”.





 
 
 

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